Por Gladys Sol Moreno.
“Mi abuelo Fengue, su sinsonte y el gato”
El era comerciante, tenía, entre otros negocios una bodega frente a la casa. A las doce en punto cerraba para almorzar.
Abuelita ponía la mesa para toda la familia, porque a esa hora mis tíos llegaban de la finca para almorzar todos juntos. Era como un ritual; hasta que abuelo no presidía la mesa nadie se sentaba.
Lo primero que él hacía diariamente era alimentar al sinsonte con unas bolitas de papa y huevos duros, todo mezclado con cierta consistencia. Mientras le introducía las bolitas le iba chiflando el Himno Nacional. Estaba orgulloso porque el pajarito ya lo cantaba hasta la primera estrofa.
Ese día abuelo llegó y lo primero que hizo fue, como siempre, ir por la comida del pájaro. Nadie hablaba, abuelita, también muda. No había ni huevos ni papas. Él no había entendido nada.
Se encaminó hacia la jaula y estaba abierta. Miró inquisitivamente a su alrededor, pero nadie se atrevía a decir ni hostias.
En eso, pasó el gato relamiéndose y con huellas de plumas en la boca.
Abuelo agarró el machete que siempre tenía afilado para sus faenas esporádicas de la finca.
Parecía que el diablo se le había metido en el cuerpo. Con una agilidad increíble a sus años, comenzó a torear (¿gatear?), hasta que agarro al felino y lo dividió en dos con el machete.
Arístides y las cucharas: (Primo hermano de mamá)
Arístides Domínguez, tenía a su esposa Nohelia Funes parida; ellos vivían en una casa muy bonita en el centro del pueblo. Había un patio central, y en el mismo medio de dicho patio estaba ubicado el pozo del cual se abastecían de agua para todo en la casa.
Como era obvio, Nohelia necesitaba mucha agua para los trajines de una recién parida: Lavar pañales, higienizar la casa, cocinar…pero en su estado, necesitaba que su esposo la ayudara sacando el líquido con el cubo y la soga halando con la rondana.
Desde bien temprano ella comenzó: “Arístides, no tengo agua”, él le contestaba con su habitual calma:”ya voy mujer”.
La misma demanda se repitió varias veces, obteniendo ella la misma respuesta.
Al medio día él se encontraba enfrascado en sus asuntos, y ella repetía sin cesar su petición.
Era de todos conocido que el señor se mandaba tremendo genio, ella mejor que nadie lo sabía, pero no tenía alternativa.
Por enésima vez le suplicó: ¿cuándo me vas a cargar el agua?
Arístides agarró el cubo, lo metió en el pozo, con otro cubo comenzó a llenar cuanta vasija Nohelia tenía en la casa. Cuando hubo de llenarlas todas, hasta las tacitas de café, agarro todas las cucharas, las puso boca arriba y las fue llenando una a una. Entre tanto. Nohelia le suplicaba llorando: “por favor, ya no empapes más la casa”.
Él sólo decía: ¿“no quieres agua?. Pues toma, hasta en las cucharas, para que no te
quejes más.
“Victoria y el boniato”Ese día mamá había cocinado un sabroso pescado en salsa, acompañado de boniatos hervidos.
Como éramos once, ella servía directamente en cada plato una ración lo más pareja posible de la proteína, para que nadie le diera la mala a quien tuviera al lado.
Toya comenzó a atragantarse el pescado sin esperar que le sirvieran el resto. Inmediatamente los ojos se le agrandaron y por señas se hacía entender: tenía una espina clavada en el gaznate.
Mamá corrió y le daba trozos de boniato. Ella tragaba, pero la espina seguía ahí.
Cuando mi hermano Chichito vio que la fuente de viandas bajaba y…nada, le dijo a mamá con mucha exigencia:
“Pero mamá, hasta cuándo, se van a acabar los boniatos”.
Mi madre tuvo que llevar a Toya al médico, pero antes le propinó tremendo cuerazo a Chichito.
“Chichito robando…”
A mi hermano Chichito lo enloquecían los boniatos en cualquier modo que mamá los cocinara: asados fritos, hervidos, en dulce…, para él no había tregua cuando de esa dulce vianda se trataba.
Un día mamá cocinó una gran cazuela, los sacó para que se enfriaran y los puso en una gran fuente a la orilla del fogón de leña, que se encontraba ubicado cerca de una pared hecha de yaguas. Chichito pasó y le echó el ojo al bulto, se le hizo la boca agua. Acto seguido fue por detrás de la pared, abrió un hueco entre las yaguas y poco a poco se iba robando los trozos. Cuando mi madre fue a bajar de la candela el resto del almuerzo…, ya casi se habían extinguido los susodichos boniatos.
Me acuerdo como si lo estuviera viviendo. Estábamos sentados en la gran mesa de la cocina, ella se demoraba para servirnos, estaba como absorta en un pensamiento, y nosotros esperando.
De pronto unos gritos y ella restregando algo entre las brazas.
Había agarrado la mano del ladrón.
Así era como ella educaba en cuestiones de principio éticos. Después le curó la quemadura sin decirle ni esta boca es mía. Y nosotros aguantando la risa. Él, que yo recuerde, nunca más robó comida.